Anoche volví a sentarme en el autobús número 24 y volví a recorrer las calles de Londres. Me gustaba sentarme en la planta de arriba, justo de cara al cristal de delante, me agarraba a la barandilla y sólo miraba y miraba. Cada nueva curva, nuevo semáforo me descubría un escenario aún más increíble que el anterior. La ciudad más fascinante que he visto en mi vida.
Anoche volví a sentir el suelo mojado en la suela de mis zapatos y en la cara el aire húmedo y fresco. Volví a verme en la Abadía de Westminster, observando cada detalle del Big Ben y sumergiéndome en un profundo y azul Támesis. Sentí el aroma de los pollos asados de China Town, el olor a antigüedades y flores del mercadillo de Portobello combinado con intentos de chorizo y paella española. Anoche volví a pararme en los espectaculares escaparates de las tiendas de Oxford Street y a sentarme en la fuente de Picadilly Circus rodeada de luces de colores. De nuevo me atreví a entrar en los lujosos Harrods, con sus carísimos zapatos, sucia y después de un día de dura caminata.
Volví a ver las momias y el Panteón del British Museum y las obras de arte del National Gallery. Sentí otra vez, los rayos del sol mientras hacía picknic en Hyde Park de cara al lago repleto de patos. También noté ese cosquilleo cuando pisé Candem Town donde me sentía un bicho raro rodeada de heavys y punkis. Y las noches…noches de pubs, discotecas, de musicales… Volví a bailar el aserejé con los chinos en Yates, volví a cantar flamenco en la puerta del Walkabout rodeada de ingleses coreando, volví a beber litros y litros de cerveza sin importar el después.
Recordé esa sensación de libertad, de vida, que hacía muchos años que no sentía. Sentí la sensación de no querer parar en casa ni un minuto, sino de correr, de explorar sin parar cada rincón de esa ciudad. Cada edificio, cada monumento, cada plaza…parecía hablar por sí solo, desprendían un pedazo de la historia de ese país. Un lugar donde la gente pasea, disfruta, donde se respira armonía y progreso…una ciudad cosmopolita donde no hay razas, donde todos los estilos y culturas conviven. Una ciudad donde descubrí que a pesar del rollo que parecía el inglés en el colegio puede resultar de lo más divertido, y que la gente a pesar de su fama de estirada y sería es abierta y divertida. Me volví a reencontrar con las personas que conocí en aquel viaje de las más diversas nacionalidades, chinos, italianos, españoles de diferentes regiones, argentinos, norteamericanos, por supuesto ingleses…aprendí a compartir, a conocer a gente estupenda en un contexto totalmente diferente a la rutina. Me conocí más a mí misma, disfruté como nunca y aprendí que ni el idioma ni el origen es un impedimento para relacionarse y divertirse con las personas. Gente con las que compartí risas, pensamientos e inquietudes, que mostraron su amabilidad y amistad en apenas 3 semanas y que nunca podré olvidar.
Aprendí en apenas segundos a adaptarme a la vida londinense, su comida, sus horarios, sus costumbres, su orden en todas las cosas. Todo, absolutamente todo, era muy distinto a lo que yo había conocido, pero todo tenía un encanto especial.
Los últimos días, anduve hacia la colina de Canden Town. Los rumores decían que era un lugar donde iban los enamorados, o los bohemios a tocar la guitarra o relajarse. Era una colina desde donde se veía todo Londres. Allí me senté en un banco, en silencio…sabía que nos quedaba poco tiempo, que todo aquello en breve se esfumaría. Mi día a día en España me llamaba y no podía apartarlo de un manotazo. Era como una Cenicienta que sabía que le iban a dar las doce.
Y volví a montarme en aquel tren que me llevaría directa a casa, entre lágrimas y cargada de maletas, más llenas de recuerdos que de equipaje. Pero cuando estuvo a punto de ponerse en marcha hice lo que me pedía el alma. Salté.
Más tarde desperté…y otra vez ese vacío…
Londres