En un lugar de la literatura española de cuyo nombre nadie se acuerda, han quedado relegadas la imaginación y el talento de autores que marcaron un antes y un después. Sellaron la vida de millones de cabezas pensantes que un día decidieron formar parte de una experiencia plasmada en un papel. Nuevos horizontes y expectativas se abrieron, y los acompañaron el resto de su viaje.
Desde el último tercio del siglo XX, la literatura española se ha convertido en un auténtico coto empresarial. El productor no es sólo el autor, sino agencias editoriales que lo convierten en un mercader necesitado de reconocimiento mediático. La propia editorial impone al escritor una línea, un tema o una marca y éste prostituye sus aptitudes, en pro de notoriedad y beneficio económico. La calidad ha perdido importancia, hoy en día el más famoso es el que gana más dinero, no el que mejor escribe. La censura es el mercado.
Antes, a través de la literatura se buscaban respuestas para comprender el mundo. Ahora todo está sometido a la industria del ocio. Los escritores se convierten por tanto, en animadores culturales y pluriempleados intelectuales.
Vivimos en una sociedad de “pan y circo” donde se crean productos más accesibles y menos literarios. La idiosincrasia de los literatos ha disminuido, desembocando en una democratización del conocimiento.
Nada diferencia un libro de la canción del verano, son sendas composiciones de carácter efímero. Escuchamos y bailamos la canción del verano porque es lo que promocionan y lo que está de moda, al igual que compramos y leemos un libro que ha recibido un premio importante. Ambas durarán muy pocos años o meses, quedando atrás las grandes obras que permanecen a lo largo del tiempo. Es la efectividad lo que interesa, no la obra en sí.
Más allá de todo este panorama que nos venden, es la sociedad la que debe buscar un interés fuera de las líneas editoriales preestablecidas. Somos muy sensibles a las campañas publicitarias, nos dejamos guiar por las marcas “de moda”. La consecuencia es un público de masas que se ha extendido en cantidad, pero no en calidad.
Con la lectura fuimos capaces de desarrollar un pensamiento crítico que nos engrandecía como personas. Sin embargo, ese conocimiento se ha visto dañado por un mundo cada vez más digitalizado en el que todo es más fácil y simplemente nos sentamos a esperar a que nos lo den todo hecho. El empobrecimiento cultural y los cánones marcados nos convierten en animales de rebaño.
A causa de todo esto la literatura ha caído en una enfermedad terminal, por lo que dejó hecho su testamento rogando el resurgir del amor por la lectura de siempre, aquella que marcó un antes y un después.
Antes de morir le dijo a su creador que, por favor, no se rebajara a un hombre que vendiera su cuerpo ya que le acabaría llevando a la ignorancia. Tras esta confesión, la buena literatura falleció.
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